miércoles, 5 de septiembre de 2007

Frágil como un cristal

Este regalo me llegó originalmente el 4 de marzo de 2004, yo estaba en la casa de Lety en Chiloé y la vida de Quique y la mía andaban medias dadas vueltas. Nos hacía bien conversar aunque lo cierto es que el mail no es ni será lo más directo. Hoy nos juntamos, vimos una peli y caminamos, como lo yuntas que somos. Del autor del cuento no sabemos mucho, solo que es costarricense, por más que lo hemos buscado, Quique aún no recuerda como llegó a sus manos. Pero sí recordamos lo importante que es para nosotros.
Una yunta

No eran exactamente marido y mujer; ni es que fueran socios en todo el sentido de la palabra, porque aunque iban mitad y mitad, de vez en cuando las demasías de alguno de los dos daban al traste con las ganancias de un día o más. Lo que si eran era una yunta, es decir, una junta... una juntura en sus harapos, muy flacos, con sus bolsos al hombro, sus cabellos largos y enmarañados, él, insignificantemente más alto que ella; en fin, con ese parecido que de hambre y hastió adoptan los desmerecidos.
La yunta tenía una estrategia; salía a recorrer las calles en un abrazo indescifrable, con el paso coordinado para confundirse con una sola persona.
Dos de los brazos, el derecho de él y el derecho de ella, funcionaban con la precisión de dos extremidades dirigidas por un solo cerebro. Así, como una mantis religiosa con los codos apuntando hacia abajo y los antebrazos hacia arriba, las muñecas dirigían las manos ágiles hacia los bolsos, las bolsas y las mochilas de los transeúntes.
Eran invisibles, y el trabajo de sus manos era de una delicadeza de colibrí. Una mano desabrochaba el cierre o lo desamarraba y lo mantenía abierto hasta que la otra saliera con el botín en el pico. Inmediatamente, aquel cuerpo cuádruple viraba graciosamente hacia la dirección contraria y desaparecía entre la multitud.
Ese era el trabajo de la yunta de sol a sol, de modo que al final de la jornada costaba convencer a las piernas de que dejaran de caminar, y el brazo izquierdo de él, enroscado en la cintura recta de ella, comenzaba lentamente el desentumecimiento mientras, el brazo izquierdo de ella acataba torpemente al orden de salirse del bolsillo del pantalón.

A pesar de la visión periférica de sus cuatro ojos, la agudeza de sus cuatro oídos y la alerta constante, la yunta irremediablemente cayó una mañana. Era tan temprano aún que todavía alcanzaron ellos a soltarse velozmente y huyeron por instinto en direcciones opuestas, pero no fueron lejos... Los cuerpos separados ya no supieron cómo actuar: correr en dos piernas resultaba tan ajeno a su naturaleza como mirar con dos ojos o asustarse con un solo corazón.

Redujeron la velocidad hasta quedarse quietitos, se sentaron en el pavimento mirándose en aquella corta distancia sin oponer resistencia. Sólo miraban como a cada uno le arrastraban su otro cuerpo.
Mientras les crecía y les crecía la distancia...

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